domingo, 31 de marzo de 2013

El pecado según Murena


EL PECADO, SEGÚN MURENA


Puede que los latinoamericanos hayamos desarrollado una extraordinaria Capacidad de Olvido. Sólo así se justificaría la habilidad maradoniana con que solemos gambetear la realidad impuesta, tan ajena, tan lejana a nosotros mismos. Este artículo aborda el pensamiento de un escritor y un ser excepcional de estas pampas: Héctor Álvarez Murena (1923-1975).


Escribe: Miguel Grinberg
Imágenes de Andrés Bestard
APM -  número 7

Existe un segundo pecado original, el desarraigo espiritual, que equivale a una expulsión, no del Edén sino del presunto Mundo Civilizado, y tal fue la materia prima con que Héctor Álvarez Murena construyó una visión del ser argentino que conviene evocar a varias décadas de su muerte.






En el año 1965, en un pequeño libro –hoy muy difícil de hallar– publicado por Sudamericana en su colección Piragua, el autor contaba que en los intelectuales el más alto promedio de suicidios se daba entre los sudamericanos. Y describía un anochecer de invierno en que caminaba por un barrio de Buenos Aires, "cuando la noche cae, cuando el don de la luz solar se retira y se ve a cada criatura marchar rápidamente hasta desaparecer, como si algo la persiguiera, cuando por fin las calles quedan desiertas, el barrio, con sus casas chatas, con sus rectos caminos, que parecen no ofrecer ningún amparo, se revela como el angustiante corazón de esta tierra, como el desolador símbolo de un mundo destilando la punzante tristeza de girar encerrado en sí mismo, mudo, prisionero del silencio, sin poder expresar el sentimiento que lo consume, sin haber conquistado aún ese temblor, ese grito que se llama espíritu".


El libro se llamaba El Pecado Original de América, y su autor –Héctor Alvarez Murena– aceleraría su partida una década después, a los 52 años, dejando otras obras cruciales como Homo Atomicus y Ensayos sobre la Subversión.

Como americano de primera generación, Murena abordó como pocos el tema del desarraigo espiritual en la vastedad de un continente tergiversado, postergado y mutilado. Y también, disecaba el afán imitativo que deformaba (y sigue deformando) la presencia de los argentinos en particular y los latinoamericanos en general) en un mundo cada día menos singular. Y sin embargo sostenía que América es una nueva tentativa del hombre para vencer el silencio mundial, para poblar la tierra inerte de la materia con la viva palabra del espíritu.

Para él, el "segundo pecado original" consistía en un desarraigo carente de contenido espiritual y en una vigilia donde el vacío devoraba las almas. Sostenía que en América no se ha logrado formar comunidades, sino sólo conglomerados, "bancos coralíferos de hombres" sin nada espiritual en común, donde la inseguridad profunda y la conciencia anormalmente aguda de la precariedad son agentes corrosivos que suscitan todo un sistema ético negativo –visible o pronto a aflorar en cualquier momento– cuyos atributos son la avidez desmesurada, la ostentación, las diferencias sociales vertiginosas, el falso refinamiento, la barbarie, el abuso, la ironía, la pasividad y la desconfianza.

"Americano de primera generación, el estupor inicial de abrir los ojos ante un panorama ajeno a mi sangre no deja de repetirse en mí día tras día", dijo cuando se producía esa segunda reedición de su libro, tras haberse agotado mucho antes la publicación original. "América es una presencia en mí en la medida en que soy americano, pero acaso aun más en la medida en que no lo soy. Esto explica en cierta forma el hecho de que mis primeras obsesiones, mis primeros escritos tratasen sobre América. No sólo representaba ésta la particular situación histórica y geográfica que me había sido dada –junto con muchos otros– para librar esa ambigua batalla que se conoce como vida o destino, sino que además me planteaba a mí en particular –aunque también junto con muchos otros– la impostergable necesidad de convertir en un mundo que viviese en mi alma, ese mundo que en gran parte se alzaba como un recinto en el que mi alma estaba prisionera".

La materia prima con que Murena elaboró El Pecado Original de América surgía de ese tipo de angustias personales y del análisis de la vida y obsesiones de otros escritores. Edgar Allan Poe le permitía analizar el parricidio o la matanza de los padres. En Horacio Quiroga y Roberto Arlt se daba el sacrificio del intelecto. Ezequiel Martínez Estrada brindaba una lección a los desposeídos, mientras Florencio Sánchez libraba una titánica batalla contra el silencio.





Remarcaba: "En unas décadas, sucesión impresionante de golpes de estado, caos, miseria incipiente: prueba de la índole americana de la Argentina, que se hace potente en sus negatividades por la soberbia de una comunidad que se empeñó en creer en las apariencias, que desatendió así los riesgos de su situación original. Y entre tales apariencias debe incluirse la piel. Porque el mestizaje americano –que en algunos países asume la forma racial– es de orden mental, espiritual. Este mestizaje surge del enfrentamiento de las criaturas con un ambiente histórico extraño al que les era habitual. Afecta tanto a los indígenas como a los recién llegados de Europa, o Asia: es indiferente del color de la piel, la raza. Por esa razón, por ser el mestizaje americano de orden mental, los problemas americanos suelen darse en la Argentina mucho antes que en los otros países de América, y a veces con mayor intensidad... No podemos continuar a España, ni podemos continuar a los Incas, o a cualquier otra cultura indígena que se desee invocar, porque no somos, ni europeos ni indígenas. Somos europeos desterrados, y nuestra tarea consiste en lograr que nuestra alma europea se haga con la nueva tierra... América es una nueva tentativa del hombre para vencer al silencio mundial, para poblar la tierra inerte de la materia con la viva palabra del espíritu."

Con prosa sutil y feroz a la vez, Murena declaraba que Roberto Arlt –magistral autor de Los Lanzallamas y Los Siete Locos– había descubierto en sí, y trasmitió a sus personajes, que los argentinos, los americanos, como los rusos, sienten una especie de ilegalidad vital, una des- autorización de sus existencias en el ámbito nacional, como si esa justificación estuviera reservada sólo para el occidente de Europa, una ilegalidad que se intenta superar con la búsqueda de la intensidad del sufrimiento, de los apretujones del dolor... "Un nuevo espíritu se paga caro", afirmaba Murena en la cumbre de sus propias angustias.

Y de inmediato, con crudeza total, declaraba que "los americanos somos los parias del mundo, como la hez de la tierra, somos los más miserables entre los miserables, somos unos desposeídos. Somos unos desposeídos porque lo hemos dejado todo cuando nos vinimos de Europa o de Asia y lo dejamos todo porque dejamos la historia. Fuera de la historia, en este nuevo mundo, nos sentimos solos, abandonados, sentimos el temblor del desamparo fundamental, nos sentimos desposeídos. Es el primer sentimiento que da la pura condición humana, es la condición humana misma. Porque precisamente el hombre es esa extrañísima criatura que no tiene un ser dado y cerrado a todo de antemano, como la piedra, como el animal que vive en el éxtasis de sus propios seres conclusos, sino un ser sólo posible, recién iniciado, que debe hacerse a sí mismo. Ni el ser acabado de la piedra ni el no ser: el hombre es necesidad de ser, sentimiento de lo que le falta para ser, angustioso sentimiento de desposesión en medio de un extraño mundo. Con el ser concluido, cerrado, el hombre sería un dios o una piedra. La humanidad es la angustia de ser posible, sólo posible, es el sentimiento de lo que se carece para ser, el vértigo de sentir a fondo que no se es nada: eso somos los americanos, a secas, parias."

Dos décadas después del dramático mutis por el foro que encaró H. A. Murena (como él solía firmar), terminamos por fin de caer al fondo del tacho de la historia, hemos desembocado por fin en la consciencia de ser y estar en América, en la trastienda de otro pecado, que como el original, significó la expulsión de un presunto paraíso. Somos al mismo tiempo el conquistador y el conquistado, la víctima y el verdugo. De nuestra capacidad de parar de comernos los unos a los otros como caníbales metafóricos, dependerá el porvenir argentino. Es el gran secreto del guerrero genuino, que consiste en transformar la destrucción del adversario en un acto de seducción. Y en este caso, en este particular instante de nuestra historia, conocemos bien al enemigo: somos nosotros mismos.




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